Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.
Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.
Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.
El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.
¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.
Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?
El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.
El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces...Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.
Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más...
Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos Quinto; Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.
Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita lo observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos, han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutría que le envanece tanto. A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester...
Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento. El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar más no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.
Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Habla callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones. Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el genovés se fuera de una vez por todas... de una vez por todas... ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad...
No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto el cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.
Manuel Mujica Láinez (en Misteriosa Buenos Aires)
La conquista de América
El problema del otro
Tzvetan Todorov
L
Al leer los escritos de Colón (diarios, cartas, informes), se podría tener la impresión de que su móvil esencial es el deseo de hacerse rico (aquí y más adelante digo de Colón lo que podría aplicarse a otros; ocurre que muchas veces fue el primero y que, por lo tanto, dio el ejemplo). El oro, o mas bien la búsqueda de oro, pues no se encuentra gran cosa en un principio, está omnipresente en el transcurso del primer viaje. En el día mismo que sigue al descubrimiento, el 13 de octubre de 1492, ya anota en su diario: "No me quiero detener por calar y andar muchas islas para fallar oro" (15.10.1492). "Mando el Almirante que no se tomase nada, porque supiesen que no buscaba el Almirante salvo oro" (1.11.1492). Incluso su plegaria se ha convertido en: "Nuestro Señor me aderece, por su piedad, que halle este oro..." (23.12.1492); y, en un informe posterior ("Memorial a Antonio de Torres", 30.1.1494), se refiere lacónicamente al "ejercicio que acá se ha de tener en coger este oro". Son también los indicios que cree encontrar de la presencia del oro los que deciden su recorrido. "Determine [. . .] ir al Sudueste a buscar el oro y piedras preciosas" (Diario, 13.10.1492).
¿Fue entonces una codicia vulgar lo que impulse a Colón a hacer su viaje? Basta con leer la totalidad de sus escritos para convencerse de que no es así. Sencillamente, Colón sabe el valor de señuelo que pueden tener las riquezas, y el oro en particular. Con la promesa del oro es como tranquiliza a los demás en los momentos difíciles. "Este día perdieron por completo de vista la tierra; y temiendo no poder volver a verla en mucho tiempo, muchos suspiraban y lloraban. El Almirante, después de haberlos confortado a todos con grandes ofertas de muchas tierras y riquezas, para hacerles conservar la esperanza y perder el miedo que le tenían al largo camino..." (H. Colón, 18). "Aquí la gente ya no lo podía sufrir: quejábase del largo viaje. Pero el Almirante los esforzó lo mejor que pudo, dándoles buena esperanza de los provechos que podrían haber" (Diario, 10.10.1492).
No solo esperan hacerse ricos los simples marinos; los propios comanditarios de la expedición, los reyes de España, no se hubieran comprometido en la empresa sin la promesa de una ganancia. Ahora , bien, el diario de Colón esta destinado a ellos; es necesario entonces que los indicios de la presencia del oro se multipliquen en cada página (a falta del oro mismo).[…]
El oro, es un valor demasiado humano para interesar verdaderamente a Colón, y debemos creerle cuando escribe en el diario del tercer viaje: "Nuestro Señor [...] bien sabe que: ya no llevo estas fatigas por atesorar ni fallar tesoros para mí, que, cierto, yo conozco que todo es vano cuanto acá en este siglo se hace, salvo aquello que es honra y servicio de Dios" (Las Casas, Historia, l, 146); o al final de su relación sobre el cuarto viaje: "Yo no vine este viage a navegar por ganar honra ni hacienda: esto es cierto, porque estaba ya la esperanza de todo en ella muerta. Yo vine a V. A. con sana intención y buen zelo, y no miento" ("Carta a los Reyes", 7.7.1503).
¿Cual es esa sana intención? En el diario del cuarto viaje. Colón la formula con frecuencia: quiere encontrar al Gran Kan, o emperador de China, cuyo retrato inolvidable ha sido dejado por Marco Polo. "Tengo determinado de ir a la tierra firme y a la ciudad de Guisay y dar las cartas de Vuestras Altezas al Gran Can y pedir respuesta y venir con ella" (21.10.1492). Más adelante este objetivo se queda algo relegado, pues los descubrimientos presentes ya ocupan lo suficiente la atención, pero de hecho nunca se olvida. Pero ¿por que esta obsesión que parece casi pueril? Porque, otra vez según Marco Polo, "el Emperador del Catayo ha días que mando sabios que le enseñen en la fe de Cristo" ("Carta a los Reyes", 7.7.1503); y Colón quiere abrir el camino que permitirá cumplir ese deseo.
La victoria universal del cristianismo, este es el móvil que anima, a Colón, hombre profundamente piadoso (nunca viaja en domingo), que, por esta misma razón, se considera como elegido, como encargado de una misión divina, y que ve la intervención divina en todas partes, tanto en el movimiento de las olas como en el naufragio de su nave (¡en Nochebuena!), y agradece a Dios "por muchos milagros señalados que ha mostrado en el viaje" (Diario, 15.3.1493). […]
Por lo demás, la necesidad de dinero y el deseo de imponer al verdadero Dios no son mutuamente exclusivos; incluso hay entre los dos una relación de subordinación: la primera es un medio y la segunda, un fin. En realidad, Colón tiene un proyecto más preciso que la exaltación del Evangelio en el universo, y tanto la existencia como la permanencia de ese proyecto son reveladoras de su mentalidad: tal un Quijote con varios siglos de atraso en relación con su época, Colón quisiera ir a las Cruzadas a liberar Jerusalén. Sólo que la idea es absurda en su época y como, por otra parte, no tiene dinero, nadie quiere escucharlo. ¿Como podía realizar su sueño, en el siglo XV, un hombre sin recursos y que quisiera lanzar una cruzada? Es tan sencillo como el huevo de Colón: no hay más que descubrir América para conseguir los fondos necesarios. . . O más bien, ir a China por el camino occidental "directo", puesto que Marco Polo y otros escritores medievales han afirmado que el oro "nace" ahí en abundancia. […]
COLÓN HERMENEUTA
Para probar que la tierra que tiene ante los ojos es efectivamente el continente, Colón hace el siguiente razonamiento (en su diario del tercer viaje, transcrito por Las Casas): "Yo estoy creído que esta es tierra firme, grandísima, de que hasta hoy no se ha sabido, y la razón me ayuda grandemente por esto desde tan grande río y mar, que es dulce, y después me ayuda el decir de Esdras, en el libro IV, cap. 6, que dice que las seis partes de mundo son de tierra enjuta y la una de agua, el cual libro aprueba Sant Ambrosio en su Hexameron, y Sant Agustín [...]; y después desto, me ayuda el decir de muchos indios caníbales que yo he tornado otras veces, los cuales decían que al Austro dellos era tierra firme" (Historia, i, 138).
Tres argumentos vienen a apuntalar la convicción de Colón: la abundancia de agua dulce; la autoridad de los libros santos; la opinión de otros hombres que ha encontrado. Ahora bien, esta claro que estos tres argumentos no se deben colocar en el mismo piano, sino que revelan la existencia de tres esferas que comparten el mundo de Colón: una es natural, la otra divina, y la tercera, humana. Así pues, quizás no sea casual el que hayamos encontrado tres móviles para la conquista: el primero humano (la riqueza), el segundo divino, y el tercero relacionado con el disfrute de la naturaleza. Y en su comunicación con el mundo, Colón muestra comportamientos diferentes, según que se este dirigiendo a la naturaleza, a Dios o a los hombres (o que éstos se dirijan a él). Volviendo al ejemplo de la tierra firme, si Colón tiene razón eso sólo se debe al primer argumento (y podemos ver, en su diario, que este sólo toma forma poco a poco, en el contacto con la realidad): al observar que el agua es dulce muy adentro en el mar, deduce de ello, en forma clarividente, la fuerza del río, y por lo tanto la distancia que este recorre; en consecuencia, se trata de un continente. En cambio, es muy probable que no haya entendido nada de lo que le decían los "indios caníbales". Anteriormente, en el mismo viaje, relata así sus conversaciones: "Dice [Colón] que es cierto que aquella era isla, que así lo decían los indios", y Las Casas añade: "Y así parece que no los entendía" (Historia, l, 135). […]
Cuando se dice que Colón es creyente, el objeto importa menos que la acción: su fe es cristiana, pero uno tiene la impresión de que, aunque fuera musulmana, o judía, no hubiera actuado de otra manera; lo que importa es la fuerza de la creencia misma. "San Pedro cuando salto en la mar andovo sobr'ella en cuanto la fe fue firme. Quien toviere tanta fe como un grano de paniso le obedecerán las montañas; quien toviere fe demande, que todo se le dará; pusad y abriros han", escribe en el prefacio de su Libro de las profecías (1501). Por lo demás, Colón no sólo cree en el dogma cristiano: también cree (y no es el único en su época) en los cíclopes y en las sirenas, en las amazonas y eh los hombres con cola, y su creencia, que por lo tanto es tan fuerte como la de san Pedro, le permite encontrarlos. "Entendido también que lejos de allí había hombres de un ojo, y otros con hocicos de perros" (Diario, 4.11.1492). "El día pasado, cuando el Almirante iba al Río de Oro, dijo que vido tres serenas que salieron bien alto de la mar, pero no eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara" (9.1.1493). "Ellas [las mujeres del lugar] no usan ejercicio femenil, salvo arcos y flechas como los sobredichos de cañas, y se arman y cobijan con laminas de alambre de que tienen mucho" ("Carta a Santángel", febrero-marzo de 1493). […]
Podemos observar aquí la forma en que las creencias de Colón influyen en sus interpretaciones. No se preocupa por entender mejor las palabras de los que se dirigen a él, pues sabe de antemano que va a encontrar cíclopes, hombres con cola y amazonas. Bien ve que las sirenas no son, como se ha dicho; mujeres hermosas; pero, en vez de concluir que las sirenas no existen, corrige un prejuicio con otro: las sirenas no son tan hermosas como se supone. En otro momento, durante el tercer viaje. Colón se pregunta sobre el origen de las perlas que a veces traen los indios. El asunto tiene lugar frente a sus ojos; pero lo que relata en su diario es la explicación de Plinio, tomada de un libro: "Junto a la mar, infinitas ostias pegadas a las ramas de los árboles que entran en la mar, las bocas abiertas para recibir el rodo que cae de las hojas, hasta que cae la gotera de que se engendran las piedras, según dice Plinio y alega el Vocabulario que se llama Catholicon" (Las Casas, Historia, I, 137). Lo mismo ocurre en el caso del paraíso terrenal: el signo constituido por el agua dulce (por lo tanto gran río, por lo tanto montaña) es interpretado, después de una breve vadladon, "conforme a la opinión destos santos e sacros teologos" (Historia, I, 141). "Yo muy asentado tengo en el ánimo que allí donde dije es el Paraíso terrenal, y descanso sobre las razones y autoridades sobreescriptas" ("Carta a los Reyes", 31.8.1498). Colón practica una estrategia "finalista" de la interpretacíon, al modo en que los Padres de la iglesia interpretaban la Biblia: el sentido final está dado desde un principio (es la doctrina cristiana); lo que se busca es el camino que une el sentido inicial (la sigmficación aparente de las palabras del texto bíblico) con este sentido último. Colón no debe nada de un empirista moderno: el argumento decisivo es un argumento de autoridad, no de experienda. Sabe de antemano lo que va a encontrar; la experienda concreta esta ahí para ilustrar una verdad que se posee, no para ser interrogada, según las reglas preestablecidas, con vistas a una búsqueda de la verdad.[…] del viento, en ese lugar, es "muy amoroso" (24.10.1492).
Para describir su admiración por la naturaleza, Colón no puede dejar el superlativo. El verde de los arboles es tan intenso que ya no es verde. "Y los árboles de allí diz que eran tan viciosos que las hojas dejaban de ser verdes y eran prietas de verdura" (16.12.1492). "Vino el olor tan bueno y suave de flores o árboles de la tierra, que era la cosa más dulce del mundo" (19.10.1492). "Dice que es aquella isla la mas hermosa que ojos hayan visto" (28.10.1492). "Dijo que otra cosa mas hermosa no había visto, por medio del cual valle viene aquel río" (15.12.1492). "Es cierto que la hermosura de la tierra de estas islas, así de montes e sierras y aguas, como de vegas donde hay rios cabdales, es tal la vista que ninguna otra tierra que sol escaliente puede ser mejor al parecer ni tan fermosa" ("Memorial para Antonio de Torres", 30.1.1494).
Colón esta conscience de lo que pueden tener de inverosimil y, por ende, de poco convincente esos superlativos; pero asume los riesgos, puesto que le es imposible proceder de otra manera. "Hoy fue [...] a ver aquel puerto; el cual vido ser tal que afirmo que ninguno se le iguala de cuantos haya jamás visto, y excusase diciendo que ha loado los pasados tanto que no sabe como lo encarecer, y que teme que seajuzgado por manificador excesivo más de lo que es verdad. A esto satisface.. ." (Diario, 21.12.1492). Jura que no exagera en nada: "Dice tantas y tales cosas de la fertilidad y hermosura y altura de estas islas que hallo en este puerto, que dice a los Reyes que no se maravillen de encarecellas tanto, porque les certifica que cree que no dice la centésima parte" (14.11.1492). Y deplora la pobreza de sus palabras: "Iba diciendo a los hombres que llevaba en su compañía que para hacer relación a los Reyes de las cosas que vían no bastarán mil lenguas a referillo ni su mano para lo escribir, que le parecía que estaba encantado" (27.11.1492). […]
La observación atenta de la naturaleza conduce, pues, en tres direcciones diferentes: a la interpretación puramente pragmática y eficaz, cuando se trata de asuntos de navegación; a la interpretación finalista, en la que los signos confirman las creencias y las esperanzas que uno tiene, para toda otra materia; por último, a ese rechazo de la interpretación que es la admiracion intransitiva, la sumisión absoluta a la belleza, en la que uno ama un árbol porque es bello, porque es, no porque podra utilizarlo como mastil de una nave o porque su presencia promete riquezas. Frente a los signos humanos el comportamiento de Colón habrá de ser, finalmente, más sencillo.
De unos a otros, hay solución de continuidad. Los signos de la naturaleza son indicios, asociaciones estables entre dos entidades, y basta con que una esté presente para que se pueda inferir inmediatamente la otra. Los signos humanos, es decir, las palabras de la lengua, no son simples asociaciones, no relacionan directamente un sonido con una cosa, sino que pasan por intermedio del sentido, que es una realidad intersubjetiva. Ahora bien, y éste es el primer hecho notable, en materia de lenguaje Colón sólo parece prestar atención a los nombres propios, que en ciertos aspectos son lo que está más emparentado con los indicios naturales.
Observemos primero esta atención y, para empezar, la preocupación que Colón dedica a su propio nombre; a tal punto que, como se sabe, cambia varias veces su ortografia en el curso de su vida. Una vez más, cedo aquí la palabra a Las Casas, gran admirador del Almirante y fuente única de innumerables tranformaciones que a él se refieren, y quien revela el sentido de esos cambios (Historia, I, 2): "Pero este ilustre hombre, dejado el apellido introducido por la costumbre, quiso llamarse Colón, restituyéndose al vocablo antiguo, no tanto acaso, según es de creer, cuanto por voluntad divina, que para obrar lo que su nombre y sobrenombre significaba lo elegía. Suele la divina Providencia ordenar que se pongan nombres y sobrenombres a personas que señala para servir conformes a los oficios que les determina cometer, según asaz parece por muchas partes de la Sagrada Escritura; y el Filosofo, en el IV de la Metafísica, dice que los nombres deben convenir con las propiedades y oficios de las cosas. Llamose, pues, por nombre, Cristóbal, conviene a saber, Christum ferens, que quiere decir traedor o llevador de Cristo, y así se firmaba el algunas veces; como en la verdad el haya sido el primero que abrió las puertas deste mar Océano, por donde entró y él metió a estas tierras tan remotas y reinos hasta entonces tan incógnitos a nuestro Salvador Jesucristo. […]
Tuvo por sobrenombre Colón, que quiere decir poblador de nuevo, el cual sobrenombre le convino en cuanto por su industria y trabajos fue causa que descubriendo a estas gentes, infinitas animas dellas, mediante la predicación del Evangelio [...] hayan ido y vayan cada día a poblar de nuevo aquella triunfante ciudad del cielo. También le convino, porque de España trujo el primero gente (si ella fuera cual debía ser) para hacer colonias, que son nuevas poblaciones traídas de fuera, que puestas y asentadas entre los naturales, constituyeran una nueva, […] cristiana Iglesia y felice república."
Colón (ya se entiende por que me importa esta ortografia) y después de él Las Casas, como muchos de sus contemporáneos, creen entonces que los nombres, o por lo menos los nombres de las personas excepcionales, deben constituir la imagen de su ser; y Colón había conservado en su persona dos rasgos dignos de figurar hasta en su nombre: el evangelizador y el colonizador; después de todo, no estaba equivocado. […]
COLÓN Y LOS INDIOS
Colón sólo habla de los hombres que ve porque, después de todo, ellos también forman parte del paisaje. Sus menciones de los habitantes de las islas siempre aparecen entre anotaciones sobre la naturaleza, en algún lugar entre los pájaros y los árboles. "En las tierras hay muchas minas de metales e hay gente [en] inestimable número" ("Carta a Santángel", febrero-marzo de 1493). "Siempre en lo que hasta allí había descubierto iba de bien en mejor, así en las tierras y arboledas y hierbas y frutos y flores como en las gentes" (Diario, 25.11.1492). "Las [raíces] de aquel lugar eran tan gordas como la pierna, y aquella gente todos diz que eran gordos y valientes" (16.12.1492): bien se ve de qué modo se introduce a la gente, al abrigo de una comparación necesaria para describir las raíces. "Aquí fallaron que las mujeres casadas traían bragas de algodón, las mozas no, salvo algunas que eran ya de edad de diez y ocho años. Y ahí había perros mastines y branchetes, y ahí fallaron uno que había al nariz un pedazo de oro que sería como la mitad de un castellano" (17.10.1492): esta mención de los perros en medio de las observaciones sobre las mujeres y los hombres indica claramente en qué registro quedarán integrados éstos.
La primera mención de los indios es significativa: "Luego vinieron gente desnuda. . ."'. (12.10.1492). El asunto es cierto; no por ello es menos revelador el que la primera característica de esas gentes que impresiona a Colón sea la falta de ropa -la cual a su vez simboliza la cultura (de ahí viene el interés de Colón por las personas vestidas, que podrían integrarse más a lo que se sabe del Gran Kan; está un poco decepcionado por no haber encontrado más que salvajes). […]
Los indios, físicamente desnudos, también son, para los ojos de Colón, seres despojados de toda propiedad cultural: se caracterizan, en cierta forma, por la ausencia de costumbres, ritos, religión (lo que tiene cierta lógica, puesto que, para un hombre como Colón, los seres humanos se visten después de su expulsión del paraíso, que a su vez es el origen de su identidad cultural). Además, también está su costumbre de ver las cosas como le conviene, pero es significativo el hecho de que lo lleva a la imagen de la desnudez espiritual. "Me pareció que era gente muy pobre de todo", escribe en el primer encuentro, y también: "Me pareció que ninguna secta tenían" (12.10.1492). "Esta gente es muy mansa y muy temerosa, desnuda como dicho tengo, sin armas y sin ley" (4.11.1492). "Ellos no tienen secta ninguna ni son idólatras" (27.11.1492). Ya se sabe que los indios están desprovistos de lengua; ahora se descubre que carecen de ley y religión, y, si bien tienen una cultura material, ésta no es más digna de atraer la atención que su cultura espiritual: "Traían ovillos de algodón filado y papagayos y azagayas y otras cositas que sería tedio de escrebir" (13.10.1492): lo importante, claro está, era la presencia de los papagayos. Su actitud frente a esta otra cultura es, en el mejor de los casos, la del coleccionista de curiosidades, y nunca la acompaña un intento de comprensión: al observar por vez primera construcciones con trabajo de albañilería (durante el cuarto viaje, en la costa de Honduras), se conforma con ordenar que arranquen un trozo para guardarlo como recuerdo.
No tiene nada de asombroso el que los indios, culturalmente vírgenes, página blanca que espera la inscripción española y cristiana, se parezcan entre sí. "La gente toda era una con los otros ya dichos, de las mismas condiciones, y así desnudos y de la misma estatura" (17.10.1492). "Vinieron muchos de esta gente, semejantes a los otros de las otras islas, así desnudos y así pintados" (22.10.1492). "Esta gente [...] es de la misma calidad y costumbre de los otros hallados" (1.11.1492). "Ellos son gente como los otros que he hallado -dice el Almirante-, y de la misma creencia" (3.12.1492). Los indios se asemejan porque todos están desnudos, privados de características distintivas.
Dado este desconocimiento de la cultura de los indios y su asimilación con la naturaleza, no podemos esperar encontrar en los escritos de Colón un retrato detallado del la población. La imagen que de ella da obedece, en un principio, a las mismas reglas que la descripción de la naturaleza: Colón decide admirarlo todo, y la belleza física en primer lugar. "Muy bien hechos, de muy fermosos cuerpos y muy buenas caras" (12.10.1492). "Todos de buena estatura, gente muy fermosa" (13.10.1492). "Son los más hermosos hombres y mujeres que hasta allí hobieron hallado" (16.12.1492).[…] Esta admiración decidida de antemano también se extiende al plano moral. Estas gentes son buenas, declara Colón desde un principio, sin preocuparse por fundamentar su afirmación. "Son la mejor gente del mundo y más mansa" (16.12.1492). "Dice el Almirante que no puede creer que hombre haya visto gente de tan buenos corazones" (21.12.1492). "En el mundo creo que no hay mejor gente ni mejor tierra" (25.12.1492): la fácil relación entre tierras y hombre; indica claramente con qué espíritu escribe Colón, y lo poco que se puede confiar en las cualidades descriptivas de sus observaciones. Por lo demás, cuando llegue a conocer mejor a los indios, habrá de dar en el otro extremo, pero no por ello son más dignas de fe sus informaciones: se ve a sí mismo, naufragado en Jamaica, "cercado de un cuento de salvajes, y llenos de crueldad y enemigos nuestros" ("Carta a los Reyes", 7.7.1503). Claro que lo que más llama la atención, aquí, es que para caracterizar a los indios Colón sólo encuentra adjetivos del tipo bueno/malo, que en realidad no nos enseñan nada: no sólo porque esas cualidades dependen del punto de vista en el que uno se coloque, sino también porque corresponden a estados momentáneos y no a características estables, porque vienen de la apreciación pragmática de una situación y no del deseo de conocer. […]
¿Podemos adivinar, a través de las notas de Colón, cómo perciben los indios, por su parte, a los españoles? Apenas. Una vez más, toda la informacion está viciada por el hecho de que Colón ya ha decidido de antemano sobre todo: y como el tono, durante el primer viaje, es de admiración, los indios también deben ser admirativos. "Y otras cosas muchas se pasaron que yo no entendía, salvo que bien vía que todo tenía a grande maravilla" (Diario, 18.12.1492): aún sin entender. Colón sabe que el "rey" indio está en éxtasis frente a él. Es posible, como dice Colón, que se hayan preguntado si ésos no eran seres de origen divino; lo cual explicaría bastante bien su temor inicial, y su desaparición frente al comportamiento humano de los españoles. "[Son] crédulos y cognoscedores que hay Dios en el cielo, e firmes que nosotros habemos venidos del cielo" (12.11.1492). "Creían que [los cristianos] venían del cielo y que los reinos de los reyes de Castilla eran en el cielo y no en este mundo" (16.12.1492). "Hoy en día los traigo que siempre están de propósito que vengo del cielo, por mucha conversación que hayan habido conmigo" ("Carta a Santángel", febrero-marzo de 1493). Volveremos a esta creencia cuando sea posible observarla más detalladamente; notemos, sin embargo, que el Océano podía parecerles a los indios caribes tan abstracto como el espacio que separa el cielo de la tierra.
El lado humano de los españoles es su sed de bienes terrenales: el oro, desde el principio, como ya hemos visto, y, poco después, las mujeres. Hay una síntesis verbal impresionante en lo dicho por uno de los indios, según la relación de Colón: "Uno de los indios que traía el Almirante hablo con [el rey], Ie dijo que como venían los cristianos del cielo y que andaban en busca de oro" (Diario, 16.12.1492). Esta frase era cierta en más de un sentido. En efecto, se puede decir, simplificando hasta la caricatura, que los conquistadores españoles pertenecen, historicamente, al período de transición entre una Edad Media dominada por la religión y la época moderna que coloca los bienes materiales en la cumbre de su escala de valores. También en la práctica habra de tener la conquista estos dos aspectos esenciales: los cristianos tienen la fuerza de su religión, que traen al nuevo mundo; en cambio, se llevan de el oro y riquezas.[…]
Toda la historia del descubrimiento de América, primer episodio de la conquista, lleva la marca de esta ambigüedad: la alteridad humana se revela y se niega a la vez. El año de 1492 simboliza ya, en la historia de España, este doble movimiento: en ese mismo año el país repudia a su Otro interior al triunfar de los moros en la última batalla de Granada y al forzar a los judíos a dejar su territorio, y descubre al Otro exterior, toda esta América que habrá de volverse latina. Sabemos que Colón mismo relaciona constantemente los dos hechos. "Este presente año de 1492, después de Vuestras Altezas haber dado fin a la guerra de los moros […] y luego en aquel presente mes [...] Vuestras Altezas pensaron de enviarme a mí, Cristóbal Colón, a las dichas partidas de India. [...] Así que, después de haber echado fuera todos los judíos de todos vuestros reinos y señoríos, en el mismo mes de enero mandaron Vuestras Altezas a mí, que con armada suficiente me fuese a las dichas partidas de India", escribe al comienzo del diario del primer viaje. La unidad de los dos actos, en la que Colón está dispuesto a ver la intervención divina, reside en la propagación de la fe cristiana. "Espero en Nuestro Señor que Vuestras Altezas se determinarán a ello [a enviar religiosos] con mucha diligencia, para tomar a la Iglesia tan grandes pueblos, y los convertirán, así como han destruido aquellos que no quisieron confesar el Padre y el Hijo y el Espíritu Sancto" (6.11.1492). Pero también podemos ver las dos acciones como dirigidas en sentidos opuestos, y no complementarios: una expulsa la heterogeneidad del cuerpo de España, la otra la introduce irremediablemente en él.
A su manera. Colón mismo participa en este doble movimiento. Como ya hemos visto, no percibe al otro, y le impone sus propios valores, pero el término que más frecuentemente emplea para referirse a sí mismo y que usan también sus contemporáneos es: el Extranjero; y si tantos países han buscado el honor de ser su patria, es porque no tenía ninguna.
LAS RAZONES DE LA VICTORIA
El encuentro entre el Antiguo y el Nuevo Mundo que el descubrimiento de Colón hizo posible es de un tipo muy particular: la guerra, o más bien, como se decía entonces, la Conquista. Un misterio sigue ligado a la conquista; se trata del resultado mismo del combate: ¿por qué esta victoria fulgurante, cuando la superioridad numérica de los habitantes de América frente a sus adversarios es tan grande, y cuando están luchando en su propio terreno? Quedémonos en la conquista de México, la más espectacular, puesto que la civilización mexicana es la más brillante del mundo precolombino: ¿cómo explicar que Cortés, a la cabeza de algunos centenares de hombres, haya logrado apoderarse del reino de Moctezuma, que disponía de varios cientos de miles de guerreros? Intentaré buscar una respuesta en la abundante literatura que provocó ya desde su época, esta fase de la conquista: los informes del propio Cortés; las crónicas españolas, la más notable de las cuales es la de Bernal Díaz del Castillo; por último, los relatos indígenas, transcritos por los misioneros españoles o redactados por los propios mexicanos. […]
Las grandes etapas de la conquista de México son bien conocidas. La expedición de Cortés, en 1519, es la tercera que toca costas mexicanas; está formada por unos centenares de hombres. Cortés es enviado por el gobernador de Cuba pero después de la salida de los barcos cambia de parecer y trata de destituir a Cortés. Éste desembarca en Veracruz y declara que su autoridad viene directamente del rey de España (cf. fig. 5). Habiendo sabido de la existencia del imperio azteca, empieza una lenta progresión hacia el interior, tratando de ganarse a las poblaciones por cuyas tierras atraviesa, ya sea con promesas o haciendo la guerra. La batalla más difícil es la que se libra contra los tlaxcaltecas, que sin embargo habrán de ser más tarde sus mejores aliados. Cortés llega por fin a México, donde es bien recibido; al cabo de poco tiempo, decide tomar prisionero al soberano azteca, y logra hacerlo. Se entera entonces de que ha llegado a la costa una nueva expedición española, enviada en su contra por el gobernador de Cuba; los recién llegados son más numerosos que sus propios soldados. Cortés sale con una parte de los suyos al encuentro de este ejército, mientras los restantes se quedan en México, al mando de Pedro de Alvarado, para custodiar a Moctezuma. Cortés gana la batalla contra sus compatriotas, encarcela a su jefe Pánfilo de Narváez, y convence a los demás de que se queden a sus órdenes. Pero se entera entonces de que, en su ausencia, las cosas han ido mal en México: Alvarado ha exterminado a un grupo de mexicanos durante una fiesta religiosa, y ha empezado la guerra. Cortés vuelve a la capital y se reúne con sus tropas en su fortaleza sitiada; en este momento muere Moctezuma. Los ataques de los aztecas* son tan insistentes que decide dejar la ciudad, de noche; se descubre su partida, y más de la mitad de su ejército es aniquilado en la batalla subsiguiente: es la noche triste. Cortés se retira a Tlaxcala, recupera sus fuerzas y regresa a sitiar la ciudad; corta todas las vías de acceso, y hace construir veloces bergantines (la ciudad estaba entonces en medio de lagos). Después de algunos meses de sitio, cae México; la conquista duró poco más o menos dos años.
Volvamos primero a las explicaciones que se proponen generalmente para la fulgurante victoria de Cortés. Una primera razón es el comportamiento ambiguo y vacilante del propio Moctezuma, que casi no le opone ninguna resistencia a Cortés (se refiere, por lo tanto, a la primera fase de la conquista, hasta la muerte de Moctezuma); es posible que este comportamiento, aparte de tener motivaciones culturales a las que volveré más adelante, obedezca a razones más personales: difiere en muchos puntos del comportamiento de los otros dirigentes aztecas. Bernal Díaz, al informar de las palabras de los dignatarios de Cholula, lo describe así: "Y dijeron que la verdad es que su señor Montezuma supo que íbamos [a] aquella ciudad, y que cada día estaba en muchos acuerdos, y que no determinaba bien la cosa, y que unas veces les enviaba a mandar que si allá fuésemos que nos hiciesen mucha honra y nos encaminasen a su ciudad, y otras veces les enviaba a decir que ya no era su voluntad que fuésemos a México; que ahora nuevamente le han aconsejado su Tezcatepuca y su Ichilobos, en quien ellos tienen gran devoción, que allí en Cholula nos matasen o llevasen atados a México" (83). Tenemos la impresión de que se trata de una verdadera ambigüedad, y no de una simple torpeza, cuando los mensajeros de Moctezuma anuncian al mismo tiempo a los españoles que el reino de los aztecas se les ofrece como regalo y que les piden que no vayan a México, sino que vuelvan a sus casas, pero veremos que Cortés contribuye conscientemente a cultivar esta vacilación.
En ciertas crónicas se pinta a Moctezuma como un hombre melancólico y resignado; también se afirma que lo corroe la mala conciencia, puesto que expía en persona un episodio poco glorioso de la historia azteca anterior: los aztecas gustan presentarse como los legítimos sucesores de los toltecas, la dinastía anterior a ellos, cuando en realidad son usurpadores, recién llegados.
¿Le habrá hecho imaginar este complejo de culpa nacional que los españoles eran descendientes directos de los antiguos toltecas, que habían venido a recuperar lo suyo? Veremos que, también en este caso, la idea es sugerida en parte por los españoles, y es imposible afirmar con certeza que Moctezuma haya creído en ella. Una vez que los españoles han llegado a su capital, el comportamiento de Moctezuma es todavía más singular. No sólo se deja encarcelar por Cortés y sus hombres (este encarcelamiento es la más asombrosa de las decisiones de Cortés, junto con la de "quemar" -en realidad, de hacer encallar- sus propias naves: con el puñado de hombres que le obedecen arresta al emperador, cuando él mismo está rodeado por el todopoderoso ejército azteca); sino que también, una ,vez cautivo, sólo se preocupa por evitar todo derramamiento de sangre.
Contrariamente a lo que habría de hacer, por ejempio, el último emperador azteca, Cuauhtémoc, trata de impedir por todos los medios que se instale la guerra en su ciudad: prefiere abandonar su poder, sus privilegios y sus riquezas. Incluso durante la breve ausencia de Cortés, cuando éste va a enfrentarse a la expedición punitiva enviada en su contra, no tratará de aprovechar la situación para deshacerse de los españoles. "Bien entendido teníamos que Montezuma le pesó de ello [del comienzo de las hostilidades], que si le plugiera o fuera por su consejo, dijeron muchos soldados de los que se quedaron con Pedro de Alvarado en aquellos trances, que si Montezuma fuera en ello, que a todos les mataran, y que Montezuma los aplacaba que cesasen la guerra" (Bernal Díaz, 125). La historia o la leyenda (pero para el caso poco importa), transcrita en este caso por el jesuita Tovar, incluso nos lo presenta, en la víspera de su muerte, dispuesto a convertirse al cristianismo; pero, para colmo de ridículo, el cura español, ocupado en recoger oro, no encuentra tiempo para hacerlo. "Dizen que pidió el baptismo y se convirtió a la verdad del Sancto Evangelio, y aunque venía allí un clérigo sacerdote entienden que se ocupó más en buscar riquezas con los soldados que no en cathequizar al pobre rey" (Tovar, p. 83).
Faltan, por desgracia, los documentos que nos hubieran permitido penetrar en el universo mental personal de este extraño emperador: frente a los enemigos, se niega a emplear su inmenso poder, como si no estuviera seguro de querer vencer; como lo dice Gomara, capellán y biógrafo de Cortés: "No pudieron saber la verdad nuestros españoles, porque ni entonces entendían el lenguaje, ni hallaron vivo a ninguno con quien Moctezuma hubiese comunicado este secreto" (107). Los historiadores españoles de la epoca buscaron en vano la respuesta a estas preguntas, viendo en Moctezuma ora un loco, ora un sabio. Pedro Mártir, cronista que se quedó en España, más bien tiende a esta última solución. "[Aguantaba] unas reglas más duras que las que se dictan a los niños imberbes, y [soportábalo] todo tranquilamente, para evitar la rebelión de los ciudadanos y de los magnates. Parecíale que cualquier yugo era más llevadero que la revuelta de su gente, como si le inspirase el ejemplo de Diocleciano, que prefirió apurar el veneno a tomar de nuevo las riendas del abandonado imperio" (v, 3). Gómara a veces lo trata con desprecio: "Hombre sin corazón y de poco debía ser Moctezuma, pues se dejó prender, y ya preso, nunca procuró la libertad, convidándole a ella Cortés y rogándole los suyos" (89). Pero otras veces admite que está perplejo, y que es imposible decidir: "La poquedad de Moctezuma, o el cariño que a Cortés y a los otros españoles tenía..." (91), o también: "A mi parecer, o fue muy sabio, pues pasaba así por las cosas, o muy necio, que no las sentía" (107). Seguimos sin salir de la duda. […]
Al leer la historia de México, uno no puede dejar de preguntarse: ¿por qué no resisten más los indios? ¿Acaso no se dan cuenta de las ambiciones colonizadoras de Cortés? La respuesta cambia el enfoque del problema: los indios de las regiones que atravesó Cortés al principio no se sienten especialmente impresionados por sus objetivos de conquista porque esos indios ya han sido conquistados y colonizados -por los aztecas. El México de aquel entonces no es un estado homogéneo, sino un conglomerado de poblaciones, sometidas por los aztecas, quienes ocupan la cumbre de la pirámide. De modo que, lejos de encarnar el mal absoluto, Cortés a menudo les parecerá un mal menor, un liberador, guardadas las proporciones, que permite romper el yugo de una tiranía especialmente odiosa, por muy cercana.
Sensibilizados como lo estamos a los males del colonianismo europeo, nos cuesta trabajo entender por qué los indios no se sublevan de inmediato, cuando todavía es tiempo, contra los españoles. Pero los conquistadores no hacen más que seguir los pasos de los aztecas. Nos puede escandalizar el saber que los españoles sólo buscan oro, esclavos y mujeres. "En lo que más se empleaban era en buscar una buena India o haber algún despojo", escribe Bernal Díaz (142), y cuenta la anécdota siguiente: después de la caída de México, "Guatemuz [Cuauhtémoc] y sus capitanes dijeron a Cortés que muchos soldados y capitanes que andaban en los bergantines y de los que andábamos en las calzadas batallando les habíamos tornado muchas hijas y mujeres de principales; que le pedían por merced que se las hiciesen volver, y Cortés les respondió que serían malas de haber de poder de quien las tenían, y que las buscasen y trajesen ante él, y vería si eran cristianas o se querían volver a sus casas con sus padres y maridos, y que luego se las mandaría dar." El resultado de la investigación no es sorprendente: "Había muchas mujeres que no se querían ir con sus padres, ni madres, ni maridos, sino estarse con los soldados con quienes estaban, y otras se escondían, y otras decian que no querían volver a idolatrar; y aun algunas de ellas estaban ya preñadas, y de esta manera no llevaron sino tres, que Cortés expresamente mandó que las diesen" (157).
Pero es que los indios de las otras partes de México se quejaban exactamente de lo mismo cuando relataban la maldad de los aztecas: “Todos aquellos pueblos [...] dan tantas quejas de Montezuma y de sus recaudadores, que les robaban cuanto tenían, y las mujeres e hijas, si eran hermosas, las forzaban delante de ellos y de sus maridos y se las tomaban, y que les hacían trabajar como si fueran esclavos, que les hacían llevar en canoas y per tierra madera de pinos, y piedra, y leña y maíz y otros muchos servicios" (Bernal Díaz, 86). […]
Hay muchas semejanzas entre antiguos y nuevos conquistadores, y esos últimos lo sintieron así, puesto que ellos mismos describieron a los aztecas como invasores recientes, conquistadores comparables con ellos. Más exactamente, y aquí también prosigue el parecido, la relación de cada uno con su predecesor es la de una continuidad implícita y a veces inconsciente, acompañada de una negación referente a esa misma relación. Los españoles habrán de quemar los libros de los mexicanos para borrar su religión; romperan sus monumentos, para hacer desaparecer todo recuerdo de una antigua grandeza. Pero, unos cien años antes, durante el reinado de Itzcóatl, los mismos aztecas habían destruido todos los libros antiguos, para poder reescribir la historia.
Tzvetan Todorov
L
Al leer los escritos de Colón (diarios, cartas, informes), se podría tener la impresión de que su móvil esencial es el deseo de hacerse rico (aquí y más adelante digo de Colón lo que podría aplicarse a otros; ocurre que muchas veces fue el primero y que, por lo tanto, dio el ejemplo). El oro, o mas bien la búsqueda de oro, pues no se encuentra gran cosa en un principio, está omnipresente en el transcurso del primer viaje. En el día mismo que sigue al descubrimiento, el 13 de octubre de 1492, ya anota en su diario: "No me quiero detener por calar y andar muchas islas para fallar oro" (15.10.1492). "Mando el Almirante que no se tomase nada, porque supiesen que no buscaba el Almirante salvo oro" (1.11.1492). Incluso su plegaria se ha convertido en: "Nuestro Señor me aderece, por su piedad, que halle este oro..." (23.12.1492); y, en un informe posterior ("Memorial a Antonio de Torres", 30.1.1494), se refiere lacónicamente al "ejercicio que acá se ha de tener en coger este oro". Son también los indicios que cree encontrar de la presencia del oro los que deciden su recorrido. "Determine [. . .] ir al Sudueste a buscar el oro y piedras preciosas" (Diario, 13.10.1492).
¿Fue entonces una codicia vulgar lo que impulse a Colón a hacer su viaje? Basta con leer la totalidad de sus escritos para convencerse de que no es así. Sencillamente, Colón sabe el valor de señuelo que pueden tener las riquezas, y el oro en particular. Con la promesa del oro es como tranquiliza a los demás en los momentos difíciles. "Este día perdieron por completo de vista la tierra; y temiendo no poder volver a verla en mucho tiempo, muchos suspiraban y lloraban. El Almirante, después de haberlos confortado a todos con grandes ofertas de muchas tierras y riquezas, para hacerles conservar la esperanza y perder el miedo que le tenían al largo camino..." (H. Colón, 18). "Aquí la gente ya no lo podía sufrir: quejábase del largo viaje. Pero el Almirante los esforzó lo mejor que pudo, dándoles buena esperanza de los provechos que podrían haber" (Diario, 10.10.1492).
No solo esperan hacerse ricos los simples marinos; los propios comanditarios de la expedición, los reyes de España, no se hubieran comprometido en la empresa sin la promesa de una ganancia. Ahora , bien, el diario de Colón esta destinado a ellos; es necesario entonces que los indicios de la presencia del oro se multipliquen en cada página (a falta del oro mismo).[…]
El oro, es un valor demasiado humano para interesar verdaderamente a Colón, y debemos creerle cuando escribe en el diario del tercer viaje: "Nuestro Señor [...] bien sabe que: ya no llevo estas fatigas por atesorar ni fallar tesoros para mí, que, cierto, yo conozco que todo es vano cuanto acá en este siglo se hace, salvo aquello que es honra y servicio de Dios" (Las Casas, Historia, l, 146); o al final de su relación sobre el cuarto viaje: "Yo no vine este viage a navegar por ganar honra ni hacienda: esto es cierto, porque estaba ya la esperanza de todo en ella muerta. Yo vine a V. A. con sana intención y buen zelo, y no miento" ("Carta a los Reyes", 7.7.1503).
¿Cual es esa sana intención? En el diario del cuarto viaje. Colón la formula con frecuencia: quiere encontrar al Gran Kan, o emperador de China, cuyo retrato inolvidable ha sido dejado por Marco Polo. "Tengo determinado de ir a la tierra firme y a la ciudad de Guisay y dar las cartas de Vuestras Altezas al Gran Can y pedir respuesta y venir con ella" (21.10.1492). Más adelante este objetivo se queda algo relegado, pues los descubrimientos presentes ya ocupan lo suficiente la atención, pero de hecho nunca se olvida. Pero ¿por que esta obsesión que parece casi pueril? Porque, otra vez según Marco Polo, "el Emperador del Catayo ha días que mando sabios que le enseñen en la fe de Cristo" ("Carta a los Reyes", 7.7.1503); y Colón quiere abrir el camino que permitirá cumplir ese deseo.
La victoria universal del cristianismo, este es el móvil que anima, a Colón, hombre profundamente piadoso (nunca viaja en domingo), que, por esta misma razón, se considera como elegido, como encargado de una misión divina, y que ve la intervención divina en todas partes, tanto en el movimiento de las olas como en el naufragio de su nave (¡en Nochebuena!), y agradece a Dios "por muchos milagros señalados que ha mostrado en el viaje" (Diario, 15.3.1493). […]
Por lo demás, la necesidad de dinero y el deseo de imponer al verdadero Dios no son mutuamente exclusivos; incluso hay entre los dos una relación de subordinación: la primera es un medio y la segunda, un fin. En realidad, Colón tiene un proyecto más preciso que la exaltación del Evangelio en el universo, y tanto la existencia como la permanencia de ese proyecto son reveladoras de su mentalidad: tal un Quijote con varios siglos de atraso en relación con su época, Colón quisiera ir a las Cruzadas a liberar Jerusalén. Sólo que la idea es absurda en su época y como, por otra parte, no tiene dinero, nadie quiere escucharlo. ¿Como podía realizar su sueño, en el siglo XV, un hombre sin recursos y que quisiera lanzar una cruzada? Es tan sencillo como el huevo de Colón: no hay más que descubrir América para conseguir los fondos necesarios. . . O más bien, ir a China por el camino occidental "directo", puesto que Marco Polo y otros escritores medievales han afirmado que el oro "nace" ahí en abundancia. […]
COLÓN HERMENEUTA
Para probar que la tierra que tiene ante los ojos es efectivamente el continente, Colón hace el siguiente razonamiento (en su diario del tercer viaje, transcrito por Las Casas): "Yo estoy creído que esta es tierra firme, grandísima, de que hasta hoy no se ha sabido, y la razón me ayuda grandemente por esto desde tan grande río y mar, que es dulce, y después me ayuda el decir de Esdras, en el libro IV, cap. 6, que dice que las seis partes de mundo son de tierra enjuta y la una de agua, el cual libro aprueba Sant Ambrosio en su Hexameron, y Sant Agustín [...]; y después desto, me ayuda el decir de muchos indios caníbales que yo he tornado otras veces, los cuales decían que al Austro dellos era tierra firme" (Historia, i, 138).
Tres argumentos vienen a apuntalar la convicción de Colón: la abundancia de agua dulce; la autoridad de los libros santos; la opinión de otros hombres que ha encontrado. Ahora bien, esta claro que estos tres argumentos no se deben colocar en el mismo piano, sino que revelan la existencia de tres esferas que comparten el mundo de Colón: una es natural, la otra divina, y la tercera, humana. Así pues, quizás no sea casual el que hayamos encontrado tres móviles para la conquista: el primero humano (la riqueza), el segundo divino, y el tercero relacionado con el disfrute de la naturaleza. Y en su comunicación con el mundo, Colón muestra comportamientos diferentes, según que se este dirigiendo a la naturaleza, a Dios o a los hombres (o que éstos se dirijan a él). Volviendo al ejemplo de la tierra firme, si Colón tiene razón eso sólo se debe al primer argumento (y podemos ver, en su diario, que este sólo toma forma poco a poco, en el contacto con la realidad): al observar que el agua es dulce muy adentro en el mar, deduce de ello, en forma clarividente, la fuerza del río, y por lo tanto la distancia que este recorre; en consecuencia, se trata de un continente. En cambio, es muy probable que no haya entendido nada de lo que le decían los "indios caníbales". Anteriormente, en el mismo viaje, relata así sus conversaciones: "Dice [Colón] que es cierto que aquella era isla, que así lo decían los indios", y Las Casas añade: "Y así parece que no los entendía" (Historia, l, 135). […]
Cuando se dice que Colón es creyente, el objeto importa menos que la acción: su fe es cristiana, pero uno tiene la impresión de que, aunque fuera musulmana, o judía, no hubiera actuado de otra manera; lo que importa es la fuerza de la creencia misma. "San Pedro cuando salto en la mar andovo sobr'ella en cuanto la fe fue firme. Quien toviere tanta fe como un grano de paniso le obedecerán las montañas; quien toviere fe demande, que todo se le dará; pusad y abriros han", escribe en el prefacio de su Libro de las profecías (1501). Por lo demás, Colón no sólo cree en el dogma cristiano: también cree (y no es el único en su época) en los cíclopes y en las sirenas, en las amazonas y eh los hombres con cola, y su creencia, que por lo tanto es tan fuerte como la de san Pedro, le permite encontrarlos. "Entendido también que lejos de allí había hombres de un ojo, y otros con hocicos de perros" (Diario, 4.11.1492). "El día pasado, cuando el Almirante iba al Río de Oro, dijo que vido tres serenas que salieron bien alto de la mar, pero no eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara" (9.1.1493). "Ellas [las mujeres del lugar] no usan ejercicio femenil, salvo arcos y flechas como los sobredichos de cañas, y se arman y cobijan con laminas de alambre de que tienen mucho" ("Carta a Santángel", febrero-marzo de 1493). […]
Podemos observar aquí la forma en que las creencias de Colón influyen en sus interpretaciones. No se preocupa por entender mejor las palabras de los que se dirigen a él, pues sabe de antemano que va a encontrar cíclopes, hombres con cola y amazonas. Bien ve que las sirenas no son, como se ha dicho; mujeres hermosas; pero, en vez de concluir que las sirenas no existen, corrige un prejuicio con otro: las sirenas no son tan hermosas como se supone. En otro momento, durante el tercer viaje. Colón se pregunta sobre el origen de las perlas que a veces traen los indios. El asunto tiene lugar frente a sus ojos; pero lo que relata en su diario es la explicación de Plinio, tomada de un libro: "Junto a la mar, infinitas ostias pegadas a las ramas de los árboles que entran en la mar, las bocas abiertas para recibir el rodo que cae de las hojas, hasta que cae la gotera de que se engendran las piedras, según dice Plinio y alega el Vocabulario que se llama Catholicon" (Las Casas, Historia, I, 137). Lo mismo ocurre en el caso del paraíso terrenal: el signo constituido por el agua dulce (por lo tanto gran río, por lo tanto montaña) es interpretado, después de una breve vadladon, "conforme a la opinión destos santos e sacros teologos" (Historia, I, 141). "Yo muy asentado tengo en el ánimo que allí donde dije es el Paraíso terrenal, y descanso sobre las razones y autoridades sobreescriptas" ("Carta a los Reyes", 31.8.1498). Colón practica una estrategia "finalista" de la interpretacíon, al modo en que los Padres de la iglesia interpretaban la Biblia: el sentido final está dado desde un principio (es la doctrina cristiana); lo que se busca es el camino que une el sentido inicial (la sigmficación aparente de las palabras del texto bíblico) con este sentido último. Colón no debe nada de un empirista moderno: el argumento decisivo es un argumento de autoridad, no de experienda. Sabe de antemano lo que va a encontrar; la experienda concreta esta ahí para ilustrar una verdad que se posee, no para ser interrogada, según las reglas preestablecidas, con vistas a una búsqueda de la verdad.[…] del viento, en ese lugar, es "muy amoroso" (24.10.1492).
Para describir su admiración por la naturaleza, Colón no puede dejar el superlativo. El verde de los arboles es tan intenso que ya no es verde. "Y los árboles de allí diz que eran tan viciosos que las hojas dejaban de ser verdes y eran prietas de verdura" (16.12.1492). "Vino el olor tan bueno y suave de flores o árboles de la tierra, que era la cosa más dulce del mundo" (19.10.1492). "Dice que es aquella isla la mas hermosa que ojos hayan visto" (28.10.1492). "Dijo que otra cosa mas hermosa no había visto, por medio del cual valle viene aquel río" (15.12.1492). "Es cierto que la hermosura de la tierra de estas islas, así de montes e sierras y aguas, como de vegas donde hay rios cabdales, es tal la vista que ninguna otra tierra que sol escaliente puede ser mejor al parecer ni tan fermosa" ("Memorial para Antonio de Torres", 30.1.1494).
Colón esta conscience de lo que pueden tener de inverosimil y, por ende, de poco convincente esos superlativos; pero asume los riesgos, puesto que le es imposible proceder de otra manera. "Hoy fue [...] a ver aquel puerto; el cual vido ser tal que afirmo que ninguno se le iguala de cuantos haya jamás visto, y excusase diciendo que ha loado los pasados tanto que no sabe como lo encarecer, y que teme que seajuzgado por manificador excesivo más de lo que es verdad. A esto satisface.. ." (Diario, 21.12.1492). Jura que no exagera en nada: "Dice tantas y tales cosas de la fertilidad y hermosura y altura de estas islas que hallo en este puerto, que dice a los Reyes que no se maravillen de encarecellas tanto, porque les certifica que cree que no dice la centésima parte" (14.11.1492). Y deplora la pobreza de sus palabras: "Iba diciendo a los hombres que llevaba en su compañía que para hacer relación a los Reyes de las cosas que vían no bastarán mil lenguas a referillo ni su mano para lo escribir, que le parecía que estaba encantado" (27.11.1492). […]
La observación atenta de la naturaleza conduce, pues, en tres direcciones diferentes: a la interpretación puramente pragmática y eficaz, cuando se trata de asuntos de navegación; a la interpretación finalista, en la que los signos confirman las creencias y las esperanzas que uno tiene, para toda otra materia; por último, a ese rechazo de la interpretación que es la admiracion intransitiva, la sumisión absoluta a la belleza, en la que uno ama un árbol porque es bello, porque es, no porque podra utilizarlo como mastil de una nave o porque su presencia promete riquezas. Frente a los signos humanos el comportamiento de Colón habrá de ser, finalmente, más sencillo.
De unos a otros, hay solución de continuidad. Los signos de la naturaleza son indicios, asociaciones estables entre dos entidades, y basta con que una esté presente para que se pueda inferir inmediatamente la otra. Los signos humanos, es decir, las palabras de la lengua, no son simples asociaciones, no relacionan directamente un sonido con una cosa, sino que pasan por intermedio del sentido, que es una realidad intersubjetiva. Ahora bien, y éste es el primer hecho notable, en materia de lenguaje Colón sólo parece prestar atención a los nombres propios, que en ciertos aspectos son lo que está más emparentado con los indicios naturales.
Observemos primero esta atención y, para empezar, la preocupación que Colón dedica a su propio nombre; a tal punto que, como se sabe, cambia varias veces su ortografia en el curso de su vida. Una vez más, cedo aquí la palabra a Las Casas, gran admirador del Almirante y fuente única de innumerables tranformaciones que a él se refieren, y quien revela el sentido de esos cambios (Historia, I, 2): "Pero este ilustre hombre, dejado el apellido introducido por la costumbre, quiso llamarse Colón, restituyéndose al vocablo antiguo, no tanto acaso, según es de creer, cuanto por voluntad divina, que para obrar lo que su nombre y sobrenombre significaba lo elegía. Suele la divina Providencia ordenar que se pongan nombres y sobrenombres a personas que señala para servir conformes a los oficios que les determina cometer, según asaz parece por muchas partes de la Sagrada Escritura; y el Filosofo, en el IV de la Metafísica, dice que los nombres deben convenir con las propiedades y oficios de las cosas. Llamose, pues, por nombre, Cristóbal, conviene a saber, Christum ferens, que quiere decir traedor o llevador de Cristo, y así se firmaba el algunas veces; como en la verdad el haya sido el primero que abrió las puertas deste mar Océano, por donde entró y él metió a estas tierras tan remotas y reinos hasta entonces tan incógnitos a nuestro Salvador Jesucristo. […]
Tuvo por sobrenombre Colón, que quiere decir poblador de nuevo, el cual sobrenombre le convino en cuanto por su industria y trabajos fue causa que descubriendo a estas gentes, infinitas animas dellas, mediante la predicación del Evangelio [...] hayan ido y vayan cada día a poblar de nuevo aquella triunfante ciudad del cielo. También le convino, porque de España trujo el primero gente (si ella fuera cual debía ser) para hacer colonias, que son nuevas poblaciones traídas de fuera, que puestas y asentadas entre los naturales, constituyeran una nueva, […] cristiana Iglesia y felice república."
Colón (ya se entiende por que me importa esta ortografia) y después de él Las Casas, como muchos de sus contemporáneos, creen entonces que los nombres, o por lo menos los nombres de las personas excepcionales, deben constituir la imagen de su ser; y Colón había conservado en su persona dos rasgos dignos de figurar hasta en su nombre: el evangelizador y el colonizador; después de todo, no estaba equivocado. […]
COLÓN Y LOS INDIOS
Colón sólo habla de los hombres que ve porque, después de todo, ellos también forman parte del paisaje. Sus menciones de los habitantes de las islas siempre aparecen entre anotaciones sobre la naturaleza, en algún lugar entre los pájaros y los árboles. "En las tierras hay muchas minas de metales e hay gente [en] inestimable número" ("Carta a Santángel", febrero-marzo de 1493). "Siempre en lo que hasta allí había descubierto iba de bien en mejor, así en las tierras y arboledas y hierbas y frutos y flores como en las gentes" (Diario, 25.11.1492). "Las [raíces] de aquel lugar eran tan gordas como la pierna, y aquella gente todos diz que eran gordos y valientes" (16.12.1492): bien se ve de qué modo se introduce a la gente, al abrigo de una comparación necesaria para describir las raíces. "Aquí fallaron que las mujeres casadas traían bragas de algodón, las mozas no, salvo algunas que eran ya de edad de diez y ocho años. Y ahí había perros mastines y branchetes, y ahí fallaron uno que había al nariz un pedazo de oro que sería como la mitad de un castellano" (17.10.1492): esta mención de los perros en medio de las observaciones sobre las mujeres y los hombres indica claramente en qué registro quedarán integrados éstos.
La primera mención de los indios es significativa: "Luego vinieron gente desnuda. . ."'. (12.10.1492). El asunto es cierto; no por ello es menos revelador el que la primera característica de esas gentes que impresiona a Colón sea la falta de ropa -la cual a su vez simboliza la cultura (de ahí viene el interés de Colón por las personas vestidas, que podrían integrarse más a lo que se sabe del Gran Kan; está un poco decepcionado por no haber encontrado más que salvajes). […]
Los indios, físicamente desnudos, también son, para los ojos de Colón, seres despojados de toda propiedad cultural: se caracterizan, en cierta forma, por la ausencia de costumbres, ritos, religión (lo que tiene cierta lógica, puesto que, para un hombre como Colón, los seres humanos se visten después de su expulsión del paraíso, que a su vez es el origen de su identidad cultural). Además, también está su costumbre de ver las cosas como le conviene, pero es significativo el hecho de que lo lleva a la imagen de la desnudez espiritual. "Me pareció que era gente muy pobre de todo", escribe en el primer encuentro, y también: "Me pareció que ninguna secta tenían" (12.10.1492). "Esta gente es muy mansa y muy temerosa, desnuda como dicho tengo, sin armas y sin ley" (4.11.1492). "Ellos no tienen secta ninguna ni son idólatras" (27.11.1492). Ya se sabe que los indios están desprovistos de lengua; ahora se descubre que carecen de ley y religión, y, si bien tienen una cultura material, ésta no es más digna de atraer la atención que su cultura espiritual: "Traían ovillos de algodón filado y papagayos y azagayas y otras cositas que sería tedio de escrebir" (13.10.1492): lo importante, claro está, era la presencia de los papagayos. Su actitud frente a esta otra cultura es, en el mejor de los casos, la del coleccionista de curiosidades, y nunca la acompaña un intento de comprensión: al observar por vez primera construcciones con trabajo de albañilería (durante el cuarto viaje, en la costa de Honduras), se conforma con ordenar que arranquen un trozo para guardarlo como recuerdo.
No tiene nada de asombroso el que los indios, culturalmente vírgenes, página blanca que espera la inscripción española y cristiana, se parezcan entre sí. "La gente toda era una con los otros ya dichos, de las mismas condiciones, y así desnudos y de la misma estatura" (17.10.1492). "Vinieron muchos de esta gente, semejantes a los otros de las otras islas, así desnudos y así pintados" (22.10.1492). "Esta gente [...] es de la misma calidad y costumbre de los otros hallados" (1.11.1492). "Ellos son gente como los otros que he hallado -dice el Almirante-, y de la misma creencia" (3.12.1492). Los indios se asemejan porque todos están desnudos, privados de características distintivas.
Dado este desconocimiento de la cultura de los indios y su asimilación con la naturaleza, no podemos esperar encontrar en los escritos de Colón un retrato detallado del la población. La imagen que de ella da obedece, en un principio, a las mismas reglas que la descripción de la naturaleza: Colón decide admirarlo todo, y la belleza física en primer lugar. "Muy bien hechos, de muy fermosos cuerpos y muy buenas caras" (12.10.1492). "Todos de buena estatura, gente muy fermosa" (13.10.1492). "Son los más hermosos hombres y mujeres que hasta allí hobieron hallado" (16.12.1492).[…] Esta admiración decidida de antemano también se extiende al plano moral. Estas gentes son buenas, declara Colón desde un principio, sin preocuparse por fundamentar su afirmación. "Son la mejor gente del mundo y más mansa" (16.12.1492). "Dice el Almirante que no puede creer que hombre haya visto gente de tan buenos corazones" (21.12.1492). "En el mundo creo que no hay mejor gente ni mejor tierra" (25.12.1492): la fácil relación entre tierras y hombre; indica claramente con qué espíritu escribe Colón, y lo poco que se puede confiar en las cualidades descriptivas de sus observaciones. Por lo demás, cuando llegue a conocer mejor a los indios, habrá de dar en el otro extremo, pero no por ello son más dignas de fe sus informaciones: se ve a sí mismo, naufragado en Jamaica, "cercado de un cuento de salvajes, y llenos de crueldad y enemigos nuestros" ("Carta a los Reyes", 7.7.1503). Claro que lo que más llama la atención, aquí, es que para caracterizar a los indios Colón sólo encuentra adjetivos del tipo bueno/malo, que en realidad no nos enseñan nada: no sólo porque esas cualidades dependen del punto de vista en el que uno se coloque, sino también porque corresponden a estados momentáneos y no a características estables, porque vienen de la apreciación pragmática de una situación y no del deseo de conocer. […]
¿Podemos adivinar, a través de las notas de Colón, cómo perciben los indios, por su parte, a los españoles? Apenas. Una vez más, toda la informacion está viciada por el hecho de que Colón ya ha decidido de antemano sobre todo: y como el tono, durante el primer viaje, es de admiración, los indios también deben ser admirativos. "Y otras cosas muchas se pasaron que yo no entendía, salvo que bien vía que todo tenía a grande maravilla" (Diario, 18.12.1492): aún sin entender. Colón sabe que el "rey" indio está en éxtasis frente a él. Es posible, como dice Colón, que se hayan preguntado si ésos no eran seres de origen divino; lo cual explicaría bastante bien su temor inicial, y su desaparición frente al comportamiento humano de los españoles. "[Son] crédulos y cognoscedores que hay Dios en el cielo, e firmes que nosotros habemos venidos del cielo" (12.11.1492). "Creían que [los cristianos] venían del cielo y que los reinos de los reyes de Castilla eran en el cielo y no en este mundo" (16.12.1492). "Hoy en día los traigo que siempre están de propósito que vengo del cielo, por mucha conversación que hayan habido conmigo" ("Carta a Santángel", febrero-marzo de 1493). Volveremos a esta creencia cuando sea posible observarla más detalladamente; notemos, sin embargo, que el Océano podía parecerles a los indios caribes tan abstracto como el espacio que separa el cielo de la tierra.
El lado humano de los españoles es su sed de bienes terrenales: el oro, desde el principio, como ya hemos visto, y, poco después, las mujeres. Hay una síntesis verbal impresionante en lo dicho por uno de los indios, según la relación de Colón: "Uno de los indios que traía el Almirante hablo con [el rey], Ie dijo que como venían los cristianos del cielo y que andaban en busca de oro" (Diario, 16.12.1492). Esta frase era cierta en más de un sentido. En efecto, se puede decir, simplificando hasta la caricatura, que los conquistadores españoles pertenecen, historicamente, al período de transición entre una Edad Media dominada por la religión y la época moderna que coloca los bienes materiales en la cumbre de su escala de valores. También en la práctica habra de tener la conquista estos dos aspectos esenciales: los cristianos tienen la fuerza de su religión, que traen al nuevo mundo; en cambio, se llevan de el oro y riquezas.[…]
Toda la historia del descubrimiento de América, primer episodio de la conquista, lleva la marca de esta ambigüedad: la alteridad humana se revela y se niega a la vez. El año de 1492 simboliza ya, en la historia de España, este doble movimiento: en ese mismo año el país repudia a su Otro interior al triunfar de los moros en la última batalla de Granada y al forzar a los judíos a dejar su territorio, y descubre al Otro exterior, toda esta América que habrá de volverse latina. Sabemos que Colón mismo relaciona constantemente los dos hechos. "Este presente año de 1492, después de Vuestras Altezas haber dado fin a la guerra de los moros […] y luego en aquel presente mes [...] Vuestras Altezas pensaron de enviarme a mí, Cristóbal Colón, a las dichas partidas de India. [...] Así que, después de haber echado fuera todos los judíos de todos vuestros reinos y señoríos, en el mismo mes de enero mandaron Vuestras Altezas a mí, que con armada suficiente me fuese a las dichas partidas de India", escribe al comienzo del diario del primer viaje. La unidad de los dos actos, en la que Colón está dispuesto a ver la intervención divina, reside en la propagación de la fe cristiana. "Espero en Nuestro Señor que Vuestras Altezas se determinarán a ello [a enviar religiosos] con mucha diligencia, para tomar a la Iglesia tan grandes pueblos, y los convertirán, así como han destruido aquellos que no quisieron confesar el Padre y el Hijo y el Espíritu Sancto" (6.11.1492). Pero también podemos ver las dos acciones como dirigidas en sentidos opuestos, y no complementarios: una expulsa la heterogeneidad del cuerpo de España, la otra la introduce irremediablemente en él.
A su manera. Colón mismo participa en este doble movimiento. Como ya hemos visto, no percibe al otro, y le impone sus propios valores, pero el término que más frecuentemente emplea para referirse a sí mismo y que usan también sus contemporáneos es: el Extranjero; y si tantos países han buscado el honor de ser su patria, es porque no tenía ninguna.
LAS RAZONES DE LA VICTORIA
El encuentro entre el Antiguo y el Nuevo Mundo que el descubrimiento de Colón hizo posible es de un tipo muy particular: la guerra, o más bien, como se decía entonces, la Conquista. Un misterio sigue ligado a la conquista; se trata del resultado mismo del combate: ¿por qué esta victoria fulgurante, cuando la superioridad numérica de los habitantes de América frente a sus adversarios es tan grande, y cuando están luchando en su propio terreno? Quedémonos en la conquista de México, la más espectacular, puesto que la civilización mexicana es la más brillante del mundo precolombino: ¿cómo explicar que Cortés, a la cabeza de algunos centenares de hombres, haya logrado apoderarse del reino de Moctezuma, que disponía de varios cientos de miles de guerreros? Intentaré buscar una respuesta en la abundante literatura que provocó ya desde su época, esta fase de la conquista: los informes del propio Cortés; las crónicas españolas, la más notable de las cuales es la de Bernal Díaz del Castillo; por último, los relatos indígenas, transcritos por los misioneros españoles o redactados por los propios mexicanos. […]
Las grandes etapas de la conquista de México son bien conocidas. La expedición de Cortés, en 1519, es la tercera que toca costas mexicanas; está formada por unos centenares de hombres. Cortés es enviado por el gobernador de Cuba pero después de la salida de los barcos cambia de parecer y trata de destituir a Cortés. Éste desembarca en Veracruz y declara que su autoridad viene directamente del rey de España (cf. fig. 5). Habiendo sabido de la existencia del imperio azteca, empieza una lenta progresión hacia el interior, tratando de ganarse a las poblaciones por cuyas tierras atraviesa, ya sea con promesas o haciendo la guerra. La batalla más difícil es la que se libra contra los tlaxcaltecas, que sin embargo habrán de ser más tarde sus mejores aliados. Cortés llega por fin a México, donde es bien recibido; al cabo de poco tiempo, decide tomar prisionero al soberano azteca, y logra hacerlo. Se entera entonces de que ha llegado a la costa una nueva expedición española, enviada en su contra por el gobernador de Cuba; los recién llegados son más numerosos que sus propios soldados. Cortés sale con una parte de los suyos al encuentro de este ejército, mientras los restantes se quedan en México, al mando de Pedro de Alvarado, para custodiar a Moctezuma. Cortés gana la batalla contra sus compatriotas, encarcela a su jefe Pánfilo de Narváez, y convence a los demás de que se queden a sus órdenes. Pero se entera entonces de que, en su ausencia, las cosas han ido mal en México: Alvarado ha exterminado a un grupo de mexicanos durante una fiesta religiosa, y ha empezado la guerra. Cortés vuelve a la capital y se reúne con sus tropas en su fortaleza sitiada; en este momento muere Moctezuma. Los ataques de los aztecas* son tan insistentes que decide dejar la ciudad, de noche; se descubre su partida, y más de la mitad de su ejército es aniquilado en la batalla subsiguiente: es la noche triste. Cortés se retira a Tlaxcala, recupera sus fuerzas y regresa a sitiar la ciudad; corta todas las vías de acceso, y hace construir veloces bergantines (la ciudad estaba entonces en medio de lagos). Después de algunos meses de sitio, cae México; la conquista duró poco más o menos dos años.
Volvamos primero a las explicaciones que se proponen generalmente para la fulgurante victoria de Cortés. Una primera razón es el comportamiento ambiguo y vacilante del propio Moctezuma, que casi no le opone ninguna resistencia a Cortés (se refiere, por lo tanto, a la primera fase de la conquista, hasta la muerte de Moctezuma); es posible que este comportamiento, aparte de tener motivaciones culturales a las que volveré más adelante, obedezca a razones más personales: difiere en muchos puntos del comportamiento de los otros dirigentes aztecas. Bernal Díaz, al informar de las palabras de los dignatarios de Cholula, lo describe así: "Y dijeron que la verdad es que su señor Montezuma supo que íbamos [a] aquella ciudad, y que cada día estaba en muchos acuerdos, y que no determinaba bien la cosa, y que unas veces les enviaba a mandar que si allá fuésemos que nos hiciesen mucha honra y nos encaminasen a su ciudad, y otras veces les enviaba a decir que ya no era su voluntad que fuésemos a México; que ahora nuevamente le han aconsejado su Tezcatepuca y su Ichilobos, en quien ellos tienen gran devoción, que allí en Cholula nos matasen o llevasen atados a México" (83). Tenemos la impresión de que se trata de una verdadera ambigüedad, y no de una simple torpeza, cuando los mensajeros de Moctezuma anuncian al mismo tiempo a los españoles que el reino de los aztecas se les ofrece como regalo y que les piden que no vayan a México, sino que vuelvan a sus casas, pero veremos que Cortés contribuye conscientemente a cultivar esta vacilación.
En ciertas crónicas se pinta a Moctezuma como un hombre melancólico y resignado; también se afirma que lo corroe la mala conciencia, puesto que expía en persona un episodio poco glorioso de la historia azteca anterior: los aztecas gustan presentarse como los legítimos sucesores de los toltecas, la dinastía anterior a ellos, cuando en realidad son usurpadores, recién llegados.
¿Le habrá hecho imaginar este complejo de culpa nacional que los españoles eran descendientes directos de los antiguos toltecas, que habían venido a recuperar lo suyo? Veremos que, también en este caso, la idea es sugerida en parte por los españoles, y es imposible afirmar con certeza que Moctezuma haya creído en ella. Una vez que los españoles han llegado a su capital, el comportamiento de Moctezuma es todavía más singular. No sólo se deja encarcelar por Cortés y sus hombres (este encarcelamiento es la más asombrosa de las decisiones de Cortés, junto con la de "quemar" -en realidad, de hacer encallar- sus propias naves: con el puñado de hombres que le obedecen arresta al emperador, cuando él mismo está rodeado por el todopoderoso ejército azteca); sino que también, una ,vez cautivo, sólo se preocupa por evitar todo derramamiento de sangre.
Contrariamente a lo que habría de hacer, por ejempio, el último emperador azteca, Cuauhtémoc, trata de impedir por todos los medios que se instale la guerra en su ciudad: prefiere abandonar su poder, sus privilegios y sus riquezas. Incluso durante la breve ausencia de Cortés, cuando éste va a enfrentarse a la expedición punitiva enviada en su contra, no tratará de aprovechar la situación para deshacerse de los españoles. "Bien entendido teníamos que Montezuma le pesó de ello [del comienzo de las hostilidades], que si le plugiera o fuera por su consejo, dijeron muchos soldados de los que se quedaron con Pedro de Alvarado en aquellos trances, que si Montezuma fuera en ello, que a todos les mataran, y que Montezuma los aplacaba que cesasen la guerra" (Bernal Díaz, 125). La historia o la leyenda (pero para el caso poco importa), transcrita en este caso por el jesuita Tovar, incluso nos lo presenta, en la víspera de su muerte, dispuesto a convertirse al cristianismo; pero, para colmo de ridículo, el cura español, ocupado en recoger oro, no encuentra tiempo para hacerlo. "Dizen que pidió el baptismo y se convirtió a la verdad del Sancto Evangelio, y aunque venía allí un clérigo sacerdote entienden que se ocupó más en buscar riquezas con los soldados que no en cathequizar al pobre rey" (Tovar, p. 83).
Faltan, por desgracia, los documentos que nos hubieran permitido penetrar en el universo mental personal de este extraño emperador: frente a los enemigos, se niega a emplear su inmenso poder, como si no estuviera seguro de querer vencer; como lo dice Gomara, capellán y biógrafo de Cortés: "No pudieron saber la verdad nuestros españoles, porque ni entonces entendían el lenguaje, ni hallaron vivo a ninguno con quien Moctezuma hubiese comunicado este secreto" (107). Los historiadores españoles de la epoca buscaron en vano la respuesta a estas preguntas, viendo en Moctezuma ora un loco, ora un sabio. Pedro Mártir, cronista que se quedó en España, más bien tiende a esta última solución. "[Aguantaba] unas reglas más duras que las que se dictan a los niños imberbes, y [soportábalo] todo tranquilamente, para evitar la rebelión de los ciudadanos y de los magnates. Parecíale que cualquier yugo era más llevadero que la revuelta de su gente, como si le inspirase el ejemplo de Diocleciano, que prefirió apurar el veneno a tomar de nuevo las riendas del abandonado imperio" (v, 3). Gómara a veces lo trata con desprecio: "Hombre sin corazón y de poco debía ser Moctezuma, pues se dejó prender, y ya preso, nunca procuró la libertad, convidándole a ella Cortés y rogándole los suyos" (89). Pero otras veces admite que está perplejo, y que es imposible decidir: "La poquedad de Moctezuma, o el cariño que a Cortés y a los otros españoles tenía..." (91), o también: "A mi parecer, o fue muy sabio, pues pasaba así por las cosas, o muy necio, que no las sentía" (107). Seguimos sin salir de la duda. […]
Al leer la historia de México, uno no puede dejar de preguntarse: ¿por qué no resisten más los indios? ¿Acaso no se dan cuenta de las ambiciones colonizadoras de Cortés? La respuesta cambia el enfoque del problema: los indios de las regiones que atravesó Cortés al principio no se sienten especialmente impresionados por sus objetivos de conquista porque esos indios ya han sido conquistados y colonizados -por los aztecas. El México de aquel entonces no es un estado homogéneo, sino un conglomerado de poblaciones, sometidas por los aztecas, quienes ocupan la cumbre de la pirámide. De modo que, lejos de encarnar el mal absoluto, Cortés a menudo les parecerá un mal menor, un liberador, guardadas las proporciones, que permite romper el yugo de una tiranía especialmente odiosa, por muy cercana.
Sensibilizados como lo estamos a los males del colonianismo europeo, nos cuesta trabajo entender por qué los indios no se sublevan de inmediato, cuando todavía es tiempo, contra los españoles. Pero los conquistadores no hacen más que seguir los pasos de los aztecas. Nos puede escandalizar el saber que los españoles sólo buscan oro, esclavos y mujeres. "En lo que más se empleaban era en buscar una buena India o haber algún despojo", escribe Bernal Díaz (142), y cuenta la anécdota siguiente: después de la caída de México, "Guatemuz [Cuauhtémoc] y sus capitanes dijeron a Cortés que muchos soldados y capitanes que andaban en los bergantines y de los que andábamos en las calzadas batallando les habíamos tornado muchas hijas y mujeres de principales; que le pedían por merced que se las hiciesen volver, y Cortés les respondió que serían malas de haber de poder de quien las tenían, y que las buscasen y trajesen ante él, y vería si eran cristianas o se querían volver a sus casas con sus padres y maridos, y que luego se las mandaría dar." El resultado de la investigación no es sorprendente: "Había muchas mujeres que no se querían ir con sus padres, ni madres, ni maridos, sino estarse con los soldados con quienes estaban, y otras se escondían, y otras decian que no querían volver a idolatrar; y aun algunas de ellas estaban ya preñadas, y de esta manera no llevaron sino tres, que Cortés expresamente mandó que las diesen" (157).
Pero es que los indios de las otras partes de México se quejaban exactamente de lo mismo cuando relataban la maldad de los aztecas: “Todos aquellos pueblos [...] dan tantas quejas de Montezuma y de sus recaudadores, que les robaban cuanto tenían, y las mujeres e hijas, si eran hermosas, las forzaban delante de ellos y de sus maridos y se las tomaban, y que les hacían trabajar como si fueran esclavos, que les hacían llevar en canoas y per tierra madera de pinos, y piedra, y leña y maíz y otros muchos servicios" (Bernal Díaz, 86). […]
Hay muchas semejanzas entre antiguos y nuevos conquistadores, y esos últimos lo sintieron así, puesto que ellos mismos describieron a los aztecas como invasores recientes, conquistadores comparables con ellos. Más exactamente, y aquí también prosigue el parecido, la relación de cada uno con su predecesor es la de una continuidad implícita y a veces inconsciente, acompañada de una negación referente a esa misma relación. Los españoles habrán de quemar los libros de los mexicanos para borrar su religión; romperan sus monumentos, para hacer desaparecer todo recuerdo de una antigua grandeza. Pero, unos cien años antes, durante el reinado de Itzcóatl, los mismos aztecas habían destruido todos los libros antiguos, para poder reescribir la historia.
El mito de Sísifo (Albert Camus)
Los dioses habían condenado a Sísifo a empujar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña, desde donde la piedra volvería a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.
Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le convirtieron en un trabajador inútil en los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. Reveló sus secretos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Júpiter. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Éste, que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos celestes.
Por ello le castigaron enviándole al infierno. Homero nos cuenta también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de manos de su vencedor. Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. le ordenó que arrojara su cuerpo sin sepultura en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver este mundo, a gustar del agua y el sol, de las piedras cálidas y el mar, ya no quiso volver a la sombra infernal.
Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por la fuerza, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca. Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es en tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. no se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. los mitos están hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces como la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volverla a subir hacia las cimas, y baja de nuevo a la llanura. Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra.
Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca. Si este mito es trágico, lo es porque su protagonista tiene conciencia.
¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito?. El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo.
Pero no es trágico sino en los raros momentos en se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no venza con el desprecio.
Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de mas. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la dicha se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poderla sobrellevar. Son nuestras noches de Getsemaní.
Sin embargo, las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desesperada: «A pesar de tantas pruebas, mi edad avanzada y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien». El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievsky, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroismo moderno. No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la dicha. «¿Cómo? ¿Por caminos tan estrechos...?». Pero no hay más que un mundo. La dicha y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. «Juzgo que todo está bien», dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo y limitado del hombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres. Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos.
En el universo vuelto de pronto a su silencio se alzan las mil vocecitas maravillosas de la tierra. Lamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice que sí y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierten en su destino, creado por el, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando.
Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña llena de oscuridad forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre.
Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.
Fuente: http://www.lainsignia.org/2002/abril/cul_002.htm
Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le convirtieron en un trabajador inútil en los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. Reveló sus secretos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Júpiter. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Éste, que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos celestes.
Por ello le castigaron enviándole al infierno. Homero nos cuenta también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de manos de su vencedor. Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. le ordenó que arrojara su cuerpo sin sepultura en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver este mundo, a gustar del agua y el sol, de las piedras cálidas y el mar, ya no quiso volver a la sombra infernal.
Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por la fuerza, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca. Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es en tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. no se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. los mitos están hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces como la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volverla a subir hacia las cimas, y baja de nuevo a la llanura. Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra.
Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca. Si este mito es trágico, lo es porque su protagonista tiene conciencia.
¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito?. El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo.
Pero no es trágico sino en los raros momentos en se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no venza con el desprecio.
Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de mas. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la dicha se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poderla sobrellevar. Son nuestras noches de Getsemaní.
Sin embargo, las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desesperada: «A pesar de tantas pruebas, mi edad avanzada y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien». El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievsky, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroismo moderno. No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la dicha. «¿Cómo? ¿Por caminos tan estrechos...?». Pero no hay más que un mundo. La dicha y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. «Juzgo que todo está bien», dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo y limitado del hombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres. Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos.
En el universo vuelto de pronto a su silencio se alzan las mil vocecitas maravillosas de la tierra. Lamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice que sí y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierten en su destino, creado por el, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando.
Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña llena de oscuridad forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre.
Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.
Fuente: http://www.lainsignia.org/2002/abril/cul_002.htm
Mito de Sísifo
Sísifo
En la mitología griega, Sísifo (Σίσυφος) fue fundador y rey de Éfira (nombre antiguo de Corinto). Era hijo de Eolo y Enarete y marido de Mérope. De acuerdo con algunas fuentes (posteriores), fue el padre de Odiseo con Anticlea, antes de que ésta se casase con su último marido, Laertes.
Fue el padre, con Mérope, del dios marino Glauco. Se decía que había fundado los Juegos Ístmicos en honor a Melicertes, cuyo cuerpo había encontrado tendido en la playa del istmo de Corinto.
Fue promotor de la navegación y el comercio, pero también avaro y mentiroso. Recurrió a medios ilícitos, entre los que se contaba el asesinato de viajeros y caminantes, para incrementar su riqueza. Desde los tiempos de Homero, Sísifo tuvo fama de ser el más astuto de los hombres. CuandoTánatos fue a buscarle, Sísifo le puso grilletes, por lo que nadie murió hasta que Ares vino, liberó a Tánatos, y puso a Sísifo bajo su custodia.
Pero Sísifo aún no había agotado todos sus recursos: antes de morir le dijo a su esposa que cuando él se marchase no ofreciera el sacrificio habitual a los muertos, así que en el infierno se quejó de que su esposa no estaba cumpliendo con sus deberes, y convenció a Hades para que le permitiese volver al mundo superior y así disuadirla. Pero cuando estuvo de nuevo en Corinto, rehusó volver de forma alguna al inframundo, hasta que allí fue devuelto a la fuerza por Hermes.
En el infierno Sísifo fue obligado a empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada, pero antes de que alcanzase la cima de la colina la piedra siempre rodaba hacia abajo, y Sísifo tenía que empezar de nuevo desde el principio (Odisea, xi. 593). El motivo de este castigo no es mencionado por Homero, y resulta oscuro (algunos sugieren que es un castigo irónico de parte de Minos: Sísifo no quería morir y nunca morirá pero a cambio de un alto precio y no descansará en paz hasta pagarlo). Según algunos, había revelado los designios de los dioses a los mortales. De acuerdo con otros, se debió a su hábito de atacar y asesinar viajeros. También se dice aun después de viejo y ciego seguiría con su castigo. Este asunto fue un tópico frecuente en los escritores antiguos, y fue representado por el pintor Polignoto en sus frescos de Lesche en Delfos (Pausanias x. 31).
De acuerdo con la teoría solar, Sísifo es el disco del sol que sale cada mañana y después se hunde bajo el horizonte. Otros ven en él una personificación de las olas subiendo hasta cierta altura y entonces cayendo bruscamente, o del traicionero mar. Welcker ha sugerido que la leyenda es un símbolo de la vana lucha del hombre por alcanzar la sabiduría. S. Reinach (Revue archéologique, 1904) sitúa el origen de la historia en una pintura, en la que Sísifo era representado subiendo una enorme piedra por el Acrocorinto, símbolo del trabajo y el talento involucrado en la construcción del Sisypheum. Cuando se hizo una distinción entre la almas del infierno, se supuso que Sísifo estaba empujando perpetuamente la piedra cuesta arriba como castigo por alguna ofensa cometida en la Tierra, y se inventaron varias razones para explicarla.
Fuente: http://es.wikipedia.org/wiki/Sísifo
En la mitología griega, Sísifo (Σίσυφος) fue fundador y rey de Éfira (nombre antiguo de Corinto). Era hijo de Eolo y Enarete y marido de Mérope. De acuerdo con algunas fuentes (posteriores), fue el padre de Odiseo con Anticlea, antes de que ésta se casase con su último marido, Laertes.
Fue el padre, con Mérope, del dios marino Glauco. Se decía que había fundado los Juegos Ístmicos en honor a Melicertes, cuyo cuerpo había encontrado tendido en la playa del istmo de Corinto.
Fue promotor de la navegación y el comercio, pero también avaro y mentiroso. Recurrió a medios ilícitos, entre los que se contaba el asesinato de viajeros y caminantes, para incrementar su riqueza. Desde los tiempos de Homero, Sísifo tuvo fama de ser el más astuto de los hombres. CuandoTánatos fue a buscarle, Sísifo le puso grilletes, por lo que nadie murió hasta que Ares vino, liberó a Tánatos, y puso a Sísifo bajo su custodia.
Pero Sísifo aún no había agotado todos sus recursos: antes de morir le dijo a su esposa que cuando él se marchase no ofreciera el sacrificio habitual a los muertos, así que en el infierno se quejó de que su esposa no estaba cumpliendo con sus deberes, y convenció a Hades para que le permitiese volver al mundo superior y así disuadirla. Pero cuando estuvo de nuevo en Corinto, rehusó volver de forma alguna al inframundo, hasta que allí fue devuelto a la fuerza por Hermes.
En el infierno Sísifo fue obligado a empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada, pero antes de que alcanzase la cima de la colina la piedra siempre rodaba hacia abajo, y Sísifo tenía que empezar de nuevo desde el principio (Odisea, xi. 593). El motivo de este castigo no es mencionado por Homero, y resulta oscuro (algunos sugieren que es un castigo irónico de parte de Minos: Sísifo no quería morir y nunca morirá pero a cambio de un alto precio y no descansará en paz hasta pagarlo). Según algunos, había revelado los designios de los dioses a los mortales. De acuerdo con otros, se debió a su hábito de atacar y asesinar viajeros. También se dice aun después de viejo y ciego seguiría con su castigo. Este asunto fue un tópico frecuente en los escritores antiguos, y fue representado por el pintor Polignoto en sus frescos de Lesche en Delfos (Pausanias x. 31).
De acuerdo con la teoría solar, Sísifo es el disco del sol que sale cada mañana y después se hunde bajo el horizonte. Otros ven en él una personificación de las olas subiendo hasta cierta altura y entonces cayendo bruscamente, o del traicionero mar. Welcker ha sugerido que la leyenda es un símbolo de la vana lucha del hombre por alcanzar la sabiduría. S. Reinach (Revue archéologique, 1904) sitúa el origen de la historia en una pintura, en la que Sísifo era representado subiendo una enorme piedra por el Acrocorinto, símbolo del trabajo y el talento involucrado en la construcción del Sisypheum. Cuando se hizo una distinción entre la almas del infierno, se supuso que Sísifo estaba empujando perpetuamente la piedra cuesta arriba como castigo por alguna ofensa cometida en la Tierra, y se inventaron varias razones para explicarla.
Fuente: http://es.wikipedia.org/wiki/Sísifo
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